Lucille Morrow lleva años sintiendo que vive en una casa que no es la suya y con una familia ajena. En cierto modo es así. Tras la muerte de Mildred, la primera esposa del ginecólogo Andrew Morrow, este contrajo matrimonio con la mejor amiga de su difunta. Sus hijos aceptaron a Lucille, pero en todo momento sintieron que esta llevaba tiempo esperando a poder casarse con él. Tal vez incluso antes del fallecimiento de Mildred. Y, casualidades de la vida, Mildred no falleció de forma natural, sino brutalmente asesinada en medio del bosque.
«Era posible, en fin, que al cabo de quince años, era así como ella se veía, como una extraña en su casa, que visitaba al marido de otra y a los hijos de otra.»
Las puertas de hierro, página 12.
Años después de todos estos sucesos, un mensajero se presenta en la puerta del domicilio de los Morrow con un paquete para Lucille. Insiste en entregárselo en persona, pero las sirvientas se niegan en redondo. Cuando Lucille lo abre a solas en su habitación, emite un grito que congela la sangre de todos los que llegan a escucharlo, y no pasa mucho tiempo hasta que desaparece de su propia casa.
Foco en la parte central de la novela.
A grandes rasgos, este es el arranque de Las puertas de hierro de Margaret Millar, la que es para muchos una de sus mejores novelas. La obra se divide en tres partes, y esta que os he resumido es la primera de ellas. Sin duda alguna, donde la historia brilla en la segunda parte. La acción se traslada a una institución mental, y el tono y el ritmo consiguen transmitir cómo es la vida de una persona recluida en uno de estos centros.
«Pero la señorita Scott se había ido y Cora también. ¿Cómo pudieron irse sin que ella se diera cuenta? Las vigilaba y escuchaba, ¿verdad? ¿Hacía mucho tiempo? ¿Cuánto tiempo estaba sola?
Las puertas de hierro, página 145.
«Todos hablaban de ella, pero estaba demasiado cansada para escucharlos. Le pedían que hiciera algo, que moviera las piernas, que activara los brazos, que se levantara. «Ésta es su habitación. Siéntese en la cama. Lamentamos que, sabemos que, queremos que usted, estamos convencidos que nosotros» […] «Es hora de comer, hora de descansar, hora de pasear, hora de visitar al doctor Nathan, hora para ver al doctor Goodrich, hora de cenar.»
Las puertas de hierro, página 155.

Uso de una voz omnisciente.
Puede que una de las mejores maneras de conseguir este efecto de pérdida de la noción del tiempo, de desvinculación con la realidad, sea escoger una narración en primera persona. Esta elección corre el riesgo de que se cuestione la veracidad de lo que cuenta el narrador, porque todo está contaminado por su visión distorsionada de la realidad (es algo que hace de un modo brillante Elisabeth Sanxay Holding en Nido de arañas). Sin embargo, Millar escoge una tercera persona para toda la novela, a pesar de que en esta segunda parte se disfraza de una falsa primera. El narrador se mete en la cabeza del personaje protagonista y en ocasiones escuchamos sus pensamientos y sentimos que es él mismo quien está contando la historia. Sin embargo, esa desvinculación con un narrador omnisciente consigue darle mayor credibilidad a lo que el personaje siente que está pasando a su alrededor.
Resulta complejo analizar todo esto sin desvelar quién es ese personaje y por qué ha terminado recluido tras esas puertas de hierro que le protegen del exterior, y al exterior de él.
El mundo de los sueños.
La novela da para un análisis pormenorizado de las herramientas que utiliza la autora para crear ambientes opresivos, pero entiendo que este no es el lugar para ello. Sin embargo, no me gustaría dejar pasar la oportunidad de citar este fragmento que cobra todo su significado cuando la trama se resuelve. Un escenario que conocemos por haber aparecido anteriormente se distorsiona a través de los sueños y se torna en orgánico a través de sus transformaciones:
Mientras se acercaba, las luces se apagaron poco a poco, como el reconocimiento de los ojos de un moribundo, y el porche hizo una mueca como una mandíbula roída por los gusanos. Cuando pasó al lado de una columna, la tocó con la mano y sintió cómo la cal se desconchaba. Dentro de la casa se olía, suspenso en el aire, a moho, como un sentimiento amenazante. Mientras se movía en aquella oscuridad terrenal, supo que había entrado en una tumba. Era terrible entrar en una tumba, pero necesitaba encontrar aquello que había ido a buscar. El libro de la vida, que era el libro de la muerte.
De repente, la casa se convirtió tan amigable y multiforme como una familia que germinara rápidamente como hongos. Mientras ascendía por las escaleras gibosas, las paredes la pinchaban con obscena expectación, los escalones gemían como el gorjeo malicioso de innumerables criaturas, las cortinas del rellano se hinchaban y se abrían como dedos para pellizcarle las nalgas y acariciarle los muslos. Sacó un cuchillo de la pechera y las cortó, y los dedos seccionados cayeron y se pusieron a bailar a sus pies como niños.»
Las puertas de hierro, página 180.

Instituciones mentales en los años 40.
Puede que uno de los elementos que más me ha llamado la atención sea la descripción de una institución mental en una novela de 1945. No olvidemos que hasta fecha reciente este tipo de centros eran poco más que cárceles para enfermos mentales. Y el objetivo se centraba mucho más en la reclusión que en la recuperación de los enfermos. Quedaba todavía mucho camino por recorrer en el estudio de la psicología y la psiquiatría, y lo que se pretendía era librar a la sociedad de estos individuos. Por su propia seguridad, y sobre todo, la del resto de la sociedad.
El enfoque de Millar no está dulcificado. Podemos entrever a través de las descripciones del estado de ánimo de los internos que las horas pasan sin que apenas se den cuenta; tan pronto están junto a una enfermera, como que esta desaparece, lo que nos puede hacer sospechar que están muy medicados o sedados. Es cierto que no se nos muestra la cara más oscura de estas instituciones, porque el foco se pone en uno de los personajes más que en el entorno. Pero al lector atento no se le escaparán algunos detalles que pueden ponernos el vello de punta.
Como podéis ver, no estamos ante una trama criminal sin más. Las puertas de hierro tiene múltiples capas. Y su uso de la narrativa va mucho más allá de lo que muchos etiquetarían como «una simple novela negra». Es una lástima que una obra tan destacable tan solo pueda leerse tirando de bibliotecas y de librerías de viejo. Pero daremos gracias de tenerla traducida y al menos poder leerla en castellano.
Título: Las puertas de hierro (The Iron Gates) Autora: Margaret Millar. Traductor: Francisco Seguí. Editorial: Destino (1985) Año de publicación: 1945. ISBN: 9788423313938. Número de páginas: 263.
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