¿Qué es la novela negra?

Si contabilizásemos las definiciones dadas a lo largo de los años sobre qué es la novela negra, la lista sería interminable. Casi en cada festival hay una mesa para discutir sobre qué entra en el género y qué no. Y si hablamos de coloquios para debatir sobre la novela negra escrita por mujeres, la lista sería más larga aún. Los buenos lectores de género negro (o policíaco, o de misterio, o criminal) creen reconocer qué puede meterse en este saco. Sin embargo, las modas y los intereses editoriales han incluido dentro de esta etiqueta libros de los que los expertos afirman una y otra vez que no tienen cabida ahí.

¿A qué se debe esto? Sin tener una respuesta certera, apostaría que se debe a una tradición arraigada en exceso. En el ensayo A quemarropa publicado este mismo año por Àlex Martín Escribà y Jordi Canal Artigas (Editorial Alrevés) se disecciona este concepto. Dividen sin ninguna duda a la novela policíaca de la negra, así como a la de espías, el true crime, el suspense o el thriller. Todos estos subgéneros aparecen, pero remarcando que son otra cosa diferente. Para resolver el entuerto, o retorcerlo aún más, tenemos a Otto Penzler con esta maravillosa definición:

«La categoría de lo noir no difiere mucho de la de lo pornográfico, en el sentido de que ambas resultan virtualmente imposibles de definir, pero todo el mundo cree saber reconocerlas cuando las ve.»

Otto Penzler.

En A quemarropa podemos observar que son varios los estudiosos que determinan el período en el que se desarrolló este género y que lo sitúan entre los años 20 y los 50 (el clásico período de entreguerras para un género que surgió como un revulsivo a un momento histórico concreto), y como mucho algunos lo alargan hasta los 70. Y que todo lo que no entra ahí, ya es otra cosa. Se cita a autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, W. R. Burnett, James M. Cain, Horace McCoy o William Irish. Por si alguien no se ha fijado, todos ellos hombres.

Con posterioridad surgieron algunos subgéneros en los que ya se incluye a escritoras, como Patricia Highsmith dentro del suspense. Pero se les califica de subgéneros. Independientemente del orden de prioridad de unos y otros, hay grandes autoras olvidadas que sí que tendrían cabida dentro del canon. Es habitual que se dejen fueran a Dail Ambler a pesar de que en su momento fue comparada a Raymond Chandler y a Mickey Spillane. También a Craig Rice, tal vez por introducir el humor en sus hardboiled (aunque nadie desprecia a Hammett por haber escrito El hombre delgado).

También se olvidan de Dorothy B. Hughes, que creó como narrador en primera persona a un asesino en serie en 1947 (¿os suena El asesino dentro de mí de Jim Thompson de 1952, del que muchos afirman que fue la primera narración de un asesino serial en primera persona?). Y ni siquiera se suelen acordar de Vera Caspary más allá de su adaptación a la gran pantalla de Laura, considerada como una de las mejores películas de cine negro de la historia.

Si ellas —y muchas otras— han desaparecido de los manuales de referencia, de las colecciones recopilatorias de los grandes títulos, ¿cómo van nuestras autoras actuales a tener referentes? ¿En qué espejo van a mirarse? En el de los escritores. Y precisamente por ello, se les exige parecerse a ellos, adaptarse a un canon que ha sido creado por ellos y para ellos. Y, o siguen las reglas del juego, o se quedan fuera. Al fin y al cabo, lo que no se ve no existe.

¿Por qué nadie cuestiona a Domingo Villar, que construye novelas policíacas en las que lo policíaco queda en un segundo plano? ¿O a Carlos Zanón, que publica Taxi afirmando que no es negra, pero se la incluye en el género de todos modos? Porque poseen calidad más allá de las etiquetas. ¿Significa eso que las escritoras de género no poseen calidad a la hora de componer sus tramas o de crear con un estilo depurado? Desde luego que no, pero sí que se les exige que demuestren su valía el doble que a sus compañeros. No solo demostrar que su trabajo puede catalogarse con la etiqueta de negro, sino también que su calidad está a la altura de la de ellos.

¿Acaso las obras de Claudia Piñerio, Rosa Ribas, Empar Fernández, Selva Almada, Alicia Giménez Bartlett, entre muchas otras, no tienen calidad? Y ya pongo como ejemplos a las que han conseguido un estatus en el que este tipo de asuntos no se cuestionan, pero se sigue cuestionando su valía dentro de los estándares del género. Novela a novela.

Durante siglos el enfoque masculino ha sido considerado como universal, porque tan solo ellos representaban el mundo a través de sus novelas. Cuando las mujeres han tratado de mostrar su mirada en el arte, en la literatura o en el cine, se ha calificado a ese tipo de trabajos como femeninos ( y de una manera despectiva). La mirada del hombre muestra la realidad de una forma tan sesgada y parcial, o tan certera y única, como lo puede hacer una mujer.

No cuestiono la valía de aquellas novelas que se ajustan a los dictados de un género que surgió hace casi cien años y que algunos se empeñan en no dejar evolucionar. Pero sí que cuestiono que solo ese patrón deba ser el válido a la hora de reconocer a una novela como perteneciente al género negro. Porque ni la sociedad, ni quien la habita, tienen demasiado que ver con aquel momento y aquella época. Y quienes escriben ahora tienen poco en común con los padres del género.

Si alguien pensaba encontrar una respuesta al título de esta reflexión, ya lo siento. Mi intención era más bien la de plantear preguntas y exponer un punto de vista que sé que muchos y muchas compartís. El género negro no es un templo infranqueable. Y somos muchos los que creemos que ya va siendo hora de que se permita derribar algunos muros.

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