La cena de las verdades.
Claudia Bethune ha invitado a varios amigos a pasar el fin de semana en Blessingbourne, High Hampton (Long Island). Es famosa por gastar bromas pesadas en sus encuentros, y en esta ocasión les tiene reservada una sorpresa que se volverá en su contra: ha robado del despacho de su amigo y doctor Roger Slater un tubo de pastillas de escopolamina, una droga más conocida como «suero de la verdad». Vierte el fármaco en los cócteles que sirve antes de la cena e instantes después todos empiezan a decir lo que piensan en realidad. Sin filtros.
Todo quedaría solo en un incidente con enemistades y rencores si no fuese porque Claudia es asesinada esa misma noche.
Alta sociedad y sindicatos.
Helen McCloy suele escoger un hilo principal con el que tejer su trama, pero siempre aparecen tres o cuatro temas secundarios. Esto no solo hace más interesante la lectura de sus historias, sino que las convierte en una herramienta magnífica para conocer las problemáticas de la época.
En esta ocasión, realiza un retrato exhaustivo y detallado sobre la frivolidad de las clases más adineradas. Cómo, salvo gloriosas excepciones, el dinero está por encima de la lealtad y del cariño, y cómo detrás de todo ello hay una existencia plagada de inseguridades y miedos focalizados en las apariencias. La rumorología sobre la vida de Claudia, el robo de una joya o las intenciones ocultas en uno de los matrimonios protagonistas son algunas de las cuestiones que encontramos en La cena de las verdades.

Por otro lado, también se nos relata la crónica de una huelga en las Fábricas Textiles Renfrew, de la que Claudia es accionista. Las acciones se están desplomando por las protestas y está siendo noticia día tras día en las portadas de los periódicos.
«Querido Charles: No comprendo una palabra de tu carta. Si los obreros no piden aumento de jornal ni reducción de horas de trabajo, ¿por qué se han declarado en huelga? Tienes que esclarecerlo como sea. ¿No te das cuenta de que las preferentes han bajado veintiún puntos en quince días? Estamos perdiendo dinero y haciéndonos una publicidad detestable.»
La cena de las verdades, pág. 9
Investigación sobre la sordera.
Uno de los patrones que podemos encontrar en los libros de Helen McCloy es el de la elección de un leitmotiv que guíe parte de la investigación. En esta ocasión, uno de los protagonistas —y una secundaria también— es sordo. Basil intentará averiguar por todos los medios posibles si la sordera es real o simulada, ya que no eran pocas las estafas que se hacían sobre este particular a las compañías de seguros.
Y es que si el paciente se niega a demostrar si es sordo o no, no queda otra que tratar de ponerle trampas para pillarle en una mentira. Afirmar cuestiones que deberían provocarle un impacto, producir sonidos fuertes cerca de él o ver cómo reacciona a la vibración de la caída de un objeto pesado son algunos de los experimentos que Basil realizará con él.

Atmósfera de la novela.
McCloy es una brillante perfiladora de personajes y de estancias. En las novelas anteriores ha demostrado su meticulosidad a la hora de introducir descripciones que nos ayudan a construir una imagen mental de los espacios y de los protagonistas. En esta obra va un poco más allá: introduce algunos fragmentos en los que también nos da el tono de la atmósfera de los lugares. Y lo hace de un modo magistral.
«Aquella mañana de soledad, sin otra compañía que el sol, la arena y el mar valían bien el inconveniente de vivir en ‘la cabaña’. Allí no había casetas de bañistas, ni niños chillones intentando cabalgar a lomos de caballos de goma inflada, ni adultos patituertos o estevados, llenos de granos o barrigones, mostrando a todos sus defectos mientras se dedicaban tenazmente a adquirir el bronceado color de moda. No había combinados, ni partidas de poker, ni bares… Tampoco guardas ni cuerdas ni balsas para asirse a ellas en caso de calambre o de cansancio. Pero la inseguridad era un precio barato para pagar la paz y la independencia de una mañana como aquella.
La cena de las verdades, pag. 45.
La proximidad del otoño se notaba en la ciudad tanto como en el campo. Los edificios monolíticos se recortaban nítidamente bajo un cielo otoñal, claro, frío y duro como el sulfato de cobre. Las oficinistas habían ya cambiado los zapatitos blancos y los vestidos de seda por las botas de cuero y los trajes de hechura de sastre. Algunos de los hombres llevaban ligeros jerseys de lana. Dentro de unas semanas empezarían nuevas obras en los teatros, caerían las hojas y se convocaría a elecciones.
La cena de las verdades, pág. 65.
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